Como ya he contado en otras ocasiones, algunas tardes a la salida del Lycée, iba a casa de mi abuela materna. Vivía en una casa, pequeña y agradable, ubicada en un callejón sin salida de la Ciudad Vieja. Para llegar allí, tomaba una larga callecita que se extendía por el laberinto de la Medina. Me detenía delante de la miníscula pasteleria española y el aire fresco me traía el perfume azucarado de los tocinos de cielo. Miraba furtivamente a la tienda del carbonero, antro dantesco impregnado del polvo negro y grasiento de la antracita. En la barra de la taberna, de donde emanaba un olor agrio de vino, grupos de pié invitaban a rondas mientras gesticulaban, escupían y tosían.
De pronto, mi vista recaía en una placa azul y oxidada clavada en una muralla venerable, donde con dificultad se podía leer: Alejandro Dumas. Tal era el nombre de aquella callejuela. Infaliblemente con su vista siempre me asaltaban las mismas interrogantes. ¿Qué hacía el joven Gascón, d'Artagnan, en este rincón oriental? ¿Qué lazo podía unir el valiente Dantés a este universo surgido de las "Mil y una Noches"? Y así, pasaron los años. Emigré. Me olvidé de la larga y estrecha calle, me olvidé de las tendezuelas, me olvidé de la placa azulada.
Poco después de la publicación de mi libro, un antiguo compañero de clase, reencontrado gracias al internet, ese instrumento mágico, me sugirió que leyera la narración sobre el viaje de Alejandro Dumas por el Norte de África, titulada "Le Véloce".
En 1846, nuestro autor se embarca en Cádiz en el vapor "Le Véloce" que había puesto a su disposición el Gobierno francés a fin de promover la colonización. Dumas visitó la costa marroquí, más tarde Tunisia para terminar su viaje en Argelia. "Le Véloce" es una crónica interesante a varios niveles. Naturalmente, a nosotros los Tangerinos, lo que más nos atrae son las páginas dedicadas a nuestra ciudad natal.
El análisis del texto, superficial por necesidad de espacio, privilegia un enfoque temático a fin de mejor abarcar la visión tangerina de Dumas.
El desembarco
"Le Véloce" echa ancla en la bahía al crepúsculo. "La ciudad de siete mil habitantes" duerme. Al alba, cuando el sol ilumina el Cabo Malabata y la ciudad se perfila en el horizonte, nuestro autor, mientras otros pasajeros se extasían ante la belleza del lugar, se limita a evocar "la silueta arcillosa entre la arena dorada de la playa y las cimas verdes de las montañas". Aunque breve, esta frase resume bien el lugar: la playa dorada encuadrada por la masa blanca de la Kasbah y el dulce verdor de las colinas.
Como se carecía de facilidades portuarias y como el mar es bajo, [¿Os acordáis? Se avanzaba en el mar y siempre tocando fondo se veía como la orilla se iba alejando más y más...] una barca, enviada por el Cónsul francés, fue a recoger a Dumas llevaándolo hacia la desembocadura del Oued Echak [en realidad el nombre correcto es Oued El Halk] al pie del Scharff (sic). Se desarrolla entonces una escena divertida y clásica: uno de los marinos llevando a Dumas en sus hombros lo deja en tierra firme. [Mi abuelo paternal evocaba a veces este desembarco épico en barcas entre maletas y paquetes, los pasajeros apretados los unos contra los otros, bamboleados y empapados por la marejada que les lanzaba montañas de agua.]
Los árabes
Incluso antes de desembarcar, Alejandro Dumas nos da un discurso en el que es patente los prejuicios culturales de la época. Escribe: "Por la mañana dejas un país amigo, por la tarde llegas a un país hostil", y más adelante "una raza de hombres en todo opuesta a la tuya". Sin embargo, una vez que entra en contacto con la población, su punto de vista cambia. Halaga el orgullo, la nobleza que descubre en vendedores callejeros, en el comerciante o en el méndigo, con estas palabras: "Para ellos, la dignidad es ser hombre, imagen de Dios" y añade: "El árabe es sultán en su casa". Igualmente se refiere al cliché inevitable de la voz sonora e imperativa del almuédano llamando los fieles a la oración. Su descripción de una "escuela morisca, sencilla, sin papel, tinta o pluma" es muestra del don de observación de nuestro escritor.
Los judíos
Se estima que un quinto de la población es judía. La llegada de David Azencot (sic), drogmán en el consulado de Francia, sirve de pretexto para que Alejandro Dumas opine sobre la condición de los judíos, opinión donde alternan el elogio y el oprobio. Volvamos a David Azáncot. Intérprete del consulado francés, sucedía probablemente a Abraham Benchimol quien había sido guía de Eugène Delacroix en 1832. "David... personaje privilegiado, hombre único que hace soñar" se metamorfosea en una especie de mago capaz de hacer realidad cualquier deseo y resolver todo obstáculo. Es más, como auténtico Alí Baba, su casa cobija, en una especie de cueva, tesoros fabulosos: "bandejas grabadas de cobre, cofres de nácar, sables, puñales etc..." que ofrece a su huésped a precios razonables. Azancot extiende sus amabilidades invitándolo a una boda judía. En realidad se trata del "día del Hennah". Esta ceremonia es el objeto de una descripción muy interesante desde el punto de vista antropológico por la multitud y la precisión con la que describe los ritos, vestimentas, canciones y otras prácticas. Pero no me detendré en este tema ya que no es objeto de este escrito.
La ciudad
Numerosos viajeros han sido seducidos por el exotismo de la ciudad, el perfume de la montaña, o el canto del mar. Esto ha dado lugar a una extensa literatura. A este respecto, debemos decir que el relato del viaje de A. Dumas es más bien decepcionante, ya que es impreciso y rápido. Pero no lo culparemos por ello ya que solo permaneció dos días en Tánger, aunque algunos detalles merecen nuestra atención.
Primero, las casas. Están "enjalbegadas con solo las puertas como abertura". Estas observaciones son habituales en la literatura tangerina de la época. Por un lado la blancura de la ciudad, llamada "Tánger la blanca", por otro la carencia de ventanas, como si la ciudad viviese aislada.
Igualmente le sorprende, como a otros viajeros, "el barrio de los consulados, muy próximos los unos de los otros que se reconocen por las banderas". Cita "once estandartes" lo que ya apunta al internacionalismo de la ciudad. [Por entonces, el Sultán consideraba la cuidad demasiado "nefasta" por lo que había trasladado a Tánger todas las residencias consulares del país. Se agrupaban alrededor del Zoco Chico.]
La Medina es tan laberíntica que Dumas esta "avergonzado por no poder decir dónde está la casa de David Azancot". Indica: "descendimos por la Plaza del Mercado, tomamos una callejuela a la derecha por la que subimos, el empedrado resbaladizo debido al agua de una fuente". Se trata probablemente de la calle Tuajin [la fuente publica adosada a una muralla que hace frente a los Siaghins sigue allí.]. Esta calle conduce a otra larga y circular, la calle Alejandro Dumas.
Así, semejante al "Ábrete Sésamo" del drogmán, la lectura de "Le Véloce" abrió como par magia las esclusas de la memoria, y los recuerdos surgieron del fondo del olvido. Volví a ver a mi abuela con quien viví momentos maravillosos, volví a ver las vitrinas donde la pastelera colocaba los merengues inmaculados, la oscura y pequeña tienda del vendedor de carbón, las mesas de la taberna de donde emanaba un olor tenaz de alcohol. Pero, de pronto, una imagen se me apareció insistente: una placa de calle, con letras casi ilegibles, un nombre Alejandro Dumas.
Entonces comprendí... ¿Había usado el intérprete su influencia para bautizar así la calle donde moraba? ¿Quién sabe? Queda que el misterio que afrontaba, hace ya mucho tiempo, cuando caminaba por aquella calle, el misterio estaba por fin aclarado.
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