David Bendayan
Un verano particular de David Bendayan

Relato incluido en Un planeta llamado Tánger

Julio de 1966. Alfred Rupré contemplaba las irisaciones del mar. Caía la tarde. Era el momento preferido, cuando las hordas de turistas abandonaban la playa, cuando cesaban los insoportables chillidos de los niños, cuando por fin los transistores permanecían silenciosos. Era un chico apuesto de cabellos largos y dorados con un físico atlético. Tenía todas las cualidades que una mujer busca en un hombre: amabilidad, simpatía y generosidad. Parecía sumido en sombríos pensamientos. Acababa de graduarse de bachiller y sus padres habían decidido instalarse en París donde le esperaba "un brillante porvenir". La idea de dejar atrás Tánger le perturbaba. La ciudad natal era su remanso de paz, una sucesión de horas felices bajo raudales de luz.

Tendido en la arena, notaba como el calor y el bullicio iban menguando. De pronto sintió que algo le rozaba el tobillo: un balón multicolor había rodado hasta tropezar con su pierna. Un niño -le calculaba unos ocho años- se precipitaba para recuperarlo. Le acompañaba una hermosa mujer, elegante, esbelta, de cabellera negra, recogida en un moño artísticamente desordenado. Acababa de bañarse pues el bikini chorreaba y esculpía unas formas perfectas.
-Je suis confuse de troubler votre repos -dijo con voz suave y teatral.
Tragó saliva. Sentía que las mejillas le quemaban. Víctor, era el nombre del diablillo, le propuso jugar un partido de futbol. Alfred asintió de buena gana: el niño le era simpático y el balón le permitía deslumbrarla con unos pases dignos de Pelé. Al cabo de unos momentos, Víctor decidía construir castillos de arena. Instintivamente, Alfred se instaló junto a ella. El sol declinaba y la playa, casi desierta, dibujaba una curva amarilla. El tono familiar de la conversación le sorprendió. Tomaba nota mental de cada palabra.
Se llamaba Odette Moreau. Vivía en Marsella. Su esposo, famoso oftalmólogo, recorría el mundo de congreso en congreso. Había alquilado un apartamento en la calle Dante para pasar su primer verano en Tánger... El cielo ya se iba matizando de rosa y el aire refrescaba. Se despidieron entre risas y bromas, mientras que Víctor se alejaba con un: "A demain, mon vieux!" Esa noche Alfred no pudo conciliar el sueño: le habían robado la paz.

La tarde siguiente, Alfred acudió a la playa. Algo extraño oprimía su corazón. Al acercarse del balneario Mistral dio un suspiro de alivio. Víctor, a orillas del mar, trataba de cavar un pozo que las olas anegaban sin piedad. Odette, tendida sobre una toalla, leía. Notó el título: "Du côté de chez Swann". Recordó que su profesor de Letras no cesaba de elogiar a Marcel Proust, un "monumento" de la literatura mundial. Tal era su admiración que solía iniciar todos sus cursos con una cita del ilustre escritor. Pero él no era amante de la lectura. Prefería los deportes y el ajedrez. Con todo, se convenció de que más tarde leería algunas páginas. Cuestión de cultura o más bien de esnobismo intelectual. Víctor, ajeno a su presencia, se obstinaba en construir una fosa medieval. Odette se incorporó y le acogió con una sonrisa. Sus labios eran carnosos y sus dientes, perfectos. Alfred sintió que unas gotas de sudor cubrían su nuca e irresistiblemente se tendió a su lado. Los ojos felinos, de color verdoso, le miraban fijamente con cierto asombro. La conversación giró alrededor de sus estudios y proyectos. Alfred declaró, con vanidosa seguridad, que deseaba descubrir horizontes lejanos: ascender el Kilimanjaro, bañarse en los mares antillanos y explorar la Amazonia... Era la hora en que la playa, casi vacía, adquiría una mágica belleza, envuelta en tonos sonrosados. Se dieron cita para el día siguiente. La deliciosa ilusión continuaba. Por su mente cruzaban tantas ideas...

Avanzaba el verano. Cada reencuentro se transformaba en un estallido de luz. A veces, acostado cerca de su cuerpo, imaginaba que la abrazaba y que acariciaba su piel tostada. Un día, les propuso visitar los lugares emblemáticos de la ciudad. Exploraban, cual bandada alegre de pájaros, los barrios más pintorescos. Ella, embelesada, no dejaba de exclamar: "Ah! que c'est beau". Sin embargo, una angustia difusa le atormentaba, angustia de saber que pronto dejaría de escuchar los latidos de Tánger y de Odette.
Cierta tarde, como agradecimiento a tanta solicitud, Odette, que hacía alardes de talentos culinarios, le invitó a cenar. La comida, preparada con todas las reglas del arte, transcurrió agradablemente. Víctor, que se caía de sueño, se retiró después de deleitarse con la crème renversée. Por primera vez estaban solos. Desde la ventana, abierta de par en par, se divisaba la luna blanca. Le tocó la mejilla y cerró los ojos. Ella le paso los brazos alrededor de la nuca. Sus labios eran increíblemente suaves...
Naturalmente, Odette reiteró la invitación. Alfred, poco goloso, se esforzaba en saborear la gastronomía francesa que juzgaba alambicada. Apenas Víctor se adormecía, los cuerpos, libres de toda barrera e inhibición exultaban.

Los días se acortaban. El mar ya no deslumbraba. Las jornadas transcurrían en un ritual invariable: disfrutar de la tranquilidad de la playa, recorrer las callejas pendientes, caminar por los senderos floridos del monte y contemplar, desde la ventana, el cielo centelleante. Alfred sentía que, de día en día, había conquistado, entre los brazos de Odette, una confianza victoriosa. Sin embargo, a veces, a solas, aspiraba el aire profundamente y rompía en violentos sollozos. Sabía que el hilo invisible que le unía a Odette y a Tánger se deshacía insensiblemente.

La separación fue simple, sin efusión alguna. Por primera vez la mirada de Odette había perdido su luminosidad. Días después Alfred tomaba el camino del exilio.


***

Agosto de 1977. El atardecer era cálido, sin viento. Instalado en la terraza del Café de París, un joven de unos treinta años, de rostro agradable y hombros anchos, observaba la Plaza de Francia. La mirada era tranquila y distante. Alfred había decidido, un poco a regañadientes, volver después de una larga ausencia. Los parientes, amigos y compañeros de clase le habían advertido repetidas veces que no regresaría indemne de tal peregrinaje. En los últimos años la ciudad había conocido una verdadera metamorfosis. Se encontraba ante un mundo nuevo, un mundo ajeno a cuanto había conocido. Un desenfrenado urbanismo, una densa muchedumbre y una tenaz polución lo habían desfigurado. Durante el día recorría esos sitios míticos que poblaban sus sueños: la casa natal, la playa, el lycée, el Charf... De noche, iba a la deriva en busca de aquellos años de esplendor.
De repente, una voz de suaves inflexiones preguntó:
-Monsieur Rupré? Alfred Rupré?
Una mujer delgada y demacrada se había detenido junto a su mesa. El pelo corto era de color negro tirando a gris. Perplejo, Alfred la examinaba. Tenía la vaga impresión de haber visto ese rostro.
-Je suis Odette! Odette Moreau -declaró con una sonrisa temblorosa.
Al cabo de unos instantes de vacilación, Alfred la invitó a tomarse algo. Asintió, añadiendo que tenía prisa, que la esperaban en el hotel Minzah para cenar. Empezó entonces un monólogo interminable, imposible de interrumpir. Solía veranear entre Cannes y Tánger... Víctor pasaba las vacaciones en Biarritz con su padre... Marsella la extenuaba, demasiada inseguridad, demasiada agitación... Alfred escuchaba, cual confesor o psicólogo, incapaz de abrir la boca. De súbito, se levantó, profirió unas banalidades, le besó en la mejilla y se alejó con los ojos empañados de lágrimas.

Alfred se quedó atónito. Una marea de palabras e imágenes sumergía su mente. Aunque oscurecía insensiblemente, se puso las gafas de sol, colocadas sobre la mesa y, despacio, se encaminó hacia el bulevar, indiferente a los empujones de la muchedumbre. Se dirigía hacia la playa sin saber por qué. De pronto se detuvo ante una placa. Podía leerse el nombre de la calle: Dante. Alzó la vista hacia el apartamento. No había luz. Las persianas estaban herméticamente cerradas. Fue entonces cuando comprendió el sentido de aquellas advertencias: "Regresar a Tánger es avivar una herida". A la mañana siguiente acudía a la agencia de viajes para cambiar la fecha del pasaje. Se sentía abrumado. Tenía que abandonar la ciudad lo más pronto posible. Irse y no volver. ¡Nunca jamás! ¿Nunca jamás? ¿Quién sabe?