David Bendayan
La Saint-Charlemagne

Este verano se conmemora el centenario del Lycée Regnault. Surgido entre dunas, antaño prácticamente inaccesible, el "Collège français" alcanzó su apogeo por los años cincuenta, cuando el autobús me dejaba al pie de la fachada hispano-morisca donde domina el gran reloj emblemático. El lycée fue, personalmente, el santuario del conocimiento, de la humanidad y del entusiasmo. Mi deuda es inconmensurable. Me dio tanto, o mejor dicho me dio todo, sin reclamar nada en cambio. Sirvan estas líneas extraídas - y libremente traducidas - del capítulo que le consagré en mi libro, de homenaje y agradecimiento.

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28 de enero. Fête de la Saint-Charlemagne en honor de los mejores alumnos. La flor y nata estudiantil y docente se encuentra reunida en la amplia sala Bastianelli. Una suave luz se derrama a través de las grandes ventanas de estilo morisco y viene a iluminar las vidrieras de las bibliotecas repletas de libros lujosamente encuadernados. En el centro, una gran mesa de comer recubierta de canapés, de petits fours , de bizcochos, de finas copas de champaña demuestran el carácter mundano del acontecimiento. Sonrisas cómplices, conversaciones silenciosas, saludos ceremoniosos establecen un sistema de códigos que me son indescifrables. Lejos del contexto coercitivo de las aulas, lejos de la amenaza que puede constituir para unos la autoridad magistral y para otros las burlas estudiantiles, la atmósfera es excepcionalmente cordial.

Respaldado contra una estantería, observo un espectáculo por lo menos insólito. El subdirector, hombrecillo de poca talla compensada por un complejo de superioridad, charla amablemente con Mme Dubois, sin dejar de fijar atentamente el escote que hoy, por razones oscuras, es más profundo que de costumbre. M. Castex domina la reunión con su impresionante estatura. Sin embargo, da una impresión de delicadeza al limpiarse suavemente los labios con una servilleta de encaje mientras que conversa con voz débil y vocabulario ampuloso. No muy lejos, M. Beauchemin se cerciora, con gesto furtivo, que la pretina esté cerrada correctamente (ya que, sea por descuido, sea por una especie de exhibicionismo inconsciente, la cremallera, a menudo abierta, dejaba entrever el bajo de una camisa blanca, lo cual evidentemente daba lugar a bromas escabrosas)[...]. En cuanto a la secretaria, con facha de jefa de exploradores, separada en esta ocasión de su fiel perro, único compañero en su vida, gravita alrededor de la mesa con la agilidad de un mastodonte.

Si el espectáculo que presentaba el cuerpo docente era fascinante, él que ofrecía los estudiantes no carecía de interés. Formábamos una especie de casta que intentaba conformarse por todos los medios a las costumbres y normas de une esfera social bien distinta. Nuestra adolescencia, nuestros orígenes tan diversos hacían que asimilar y poner en práctica esas reglas de savoir-vivre era más arduo que la concordancia del participio pasado. El temor de una palabra fuera de lugar, de un error lingüístico, de un gesto inconveniente nos paralizaba literalmente. Desde luego, habían excepciones. Así, Jean, hijo de profesor, se desliza entre los invitados con una facilidad envidiable: frase acertada, réplica pertinente, buenos, modales. Ningún fallo. En un rincón de la sala, Valérie charla amistosamente. Sus grandes ojos claros, cabellos dorados y su sonrisa luminosa me recuerdan a Michèle Morgan. Y por encima, un gran talento literario. De año en año, el profesor de francés, infaliblemente, nos leía en voz alta sus redacciones como ejemplo a seguir, como modelo a imitar. Tan solo Alberto, seguro de su inteligencia superior, contempla la escena con cierto desdén. Debía repetirse en su fuero interno: "Mi reino no es de este mundo", pues soñaba de desiertos míticos, de esa Tierra prometida donde su fe ardiente debía de llevarle. Y yo, perdido entre la muchedumbre, trato de impregnarme de esos ritos desconocidos, de esa cultura diferente que a la vez me seducen y me intimidan [...].

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Chère fête de Saint-Charlemagne! Probablemente desaparecida al igual que nuestro Tánger. Símbolo de la excelencia, del elitismo intelectual pero también de la alineación mental, de la discriminación social. Mas convengamos, ¡cómo acariciaba nuestra vanidad juvenil!